A mi papá,
a quien se lo quedé debiendo.
I
En la vida de todo hombre existen instantes en los que todo cambia. Y cuanto más grande es el cambio o su influencia en la vida del sujeto, más desapercibido pasa al comienzo. Como si ese acto que genera el cambio quisiera ocultarse y permanecer al acecho hasta encontrar el momento oportuno para demostrar que ha logrado su cometido y que definitivamente, a partir de ahí, el sujeto en cuestión ya no será el mismo. Para Sebastián Garcés, aquel instante llegó el día en que tuvo por primera vez entre sus brazos a su hija recién nacida. Después de luchar con la idea de ser padre a tan temprana edad y después de haber imaginado en su cabeza lo que sería su vida después de convertirse en padre a los 24 años, pensaba que todo estaba fríamente calculado y que sería tan solo cuestión de enfrentar este nuevo reto como tantas otras veces lo había hecho ante retos similares. No en vano había salido victorioso del desafío de ser el más joven de su promoción al terminar sus estudios en el primer puesto en un colegio privado, sino que había estado a la altura para encarar el reto de ser el encargado de representar a su colegio en las olimpiadas internacionales y a su club en todos los eventos sociales de fin de año. Pero, como suele suceder, no importa qué tanto se haya usted preparado y qué tan listo se encuentre para enfrentar el suceso; cuando usted sostiene por primera vez a su hija en sus brazos y la mira directo a los ojos, entiende que su vida ya no volverá a ser la misma. Y usted lo acepta convencido y feliz, como si toda su vida hubiera estado esperando por ese momento para darle finalmente un sentido a su confusa existencia. A partir de ahí, entiende que su vida va a ser vivida en función de esa mujercita que usted sostiene en sus brazos y siente la necesidad imperiosa de protegerla, cuidarla y amarla por encima de todas las cosas del mundo. Se ha creado un lazo indestructible entre usted y esa personita, y esa conexión permanecerá hasta que uno de los dos se muera. Es la ley, es la vida, es el orden natural de las cosas: “Protegerás a esa criatura, incluso con tu misma vida”. Y en el caso de Sebastián, ocurrió como estaba previsto.
Después de dos años de noviazgo y diez meses de matrimonio, todo el mundo esperaba la noticia como “cuerpo cierto”, tal como se referían en el argot legal los amigos y familiares al posible embarazo de Adriana. Por eso cuando lo anunciaron a los cuatro vientos, nadie se sorprendió y el evento del siglo pasó a ser simplemente una entrada más en la agenda del fin de año. Sin embargo, para el jet set bogotano, cualquier novedad en el matrimonio de un miembro de la familia Garcés-Vega con Adrianita, la hija primogénita de Don Rogelio Santos, no podía pasar desapercibida y mucho menos ahora que orgullosos posaban para los periódicos y revistas del corazón con su hija Mariana en los brazos.
Hijos de la crema y nata de la sociedad bogotana, miembros del club más exclusivo de la ciudad, abogados de profesión, graduados en la más exclusiva universidad capitalina, herederos de las fortunas de sus respectivas familias, tenían no solo el futuro en sus manos, sino el país entero arrodillado a sus pies, influenciado por los artículos, fotos y noticias que las revistas del corazón publicaban casi a diario y en las que los mostraban como la pareja perfecta con su pequeño retoño en los brazos.
A pesar de que el nacimiento de Mariana fue todo un acontecimiento social, a las pocas semanas la niña dejó de ser noticia y empezó a vivir sus primeros días como cualquier bebé de la clase alta bogotana. Enfermera, nana, montones de juguetes de todos los tipos, colores y tamaños y el cuidado permanente de su madre, quien no solo dejó de trabajar desde los últimos tres meses de embarazo, sino que permanecía todo el tiempo con la bebita a pesar de que le sobraban manos a la hora de atenderla.
A medida que Mariana –o Marianita, como la llamaban todos– iba creciendo, más se iba pareciendo a su madre, quien se dedicó de tiempo completo a estar con ella para ayudarla a la hora de incorporarse no sólo a la familia, sino a las familias de sus amigas y compañeras de colegio que no paraban de casarse y tener hijos, como si solamente de eso se tratara y ese fuera el fin último de su existencia. Su padre, deslumbrado por la simpatía de su hija, se apresuraba para llegar a la casa temprano y dedicarle tiempo durante y después de la cena, llevarla a la cama pasadas las siete y contarle cuentos o historias, casi siempre inventadas, que los hacían llorar de la risa.
Como era apenas obvio, los primeros años de Marianita pasaron rodeados por la misma gente: los hijos e hijas de los amigos y amigas de su papá y su mamá, quienes no sólo estudiaban en el mismo jardín infantil y en el mismo colegio, sino que además vivían en el mismo barrio y eran socios del mismo club. Eso también había ocurrido con Sebastián y Adriana, quienes contaban entre sus amigos a los hijos de los amigos de sus padres, los abuelos de Mariana, y a uno que otro personaje de fuera de ese círculo, a quienes con sobrada razón consideraban tan solo conocidos. Un montón de hombres y mujeres de todas las edades, reunidos en casi cuatro generaciones, que manejaban los destinos del país, controlaban la banca, las leyes, la industria y la política. La crema y nata de la sociedad bogotana –como solían referirse a sí mismos con ridículo orgullo– para quienes Bogotá no era más que el suntuoso barrio en el que vivían, rodeados por otros barrios menos ricos, en donde vivían, poco a poco y moviéndose hacia el sur, personas menos y menos ricas cada vez, cada cuadra, cada barrio, hasta llegar a la pobreza absoluta e inocultable de los barrios formados por tugurios, a los que ellos no habían ido nunca, ni tenían planeado ir jamás, y en los que pasaban, según oían en los noticieros o se enteraban por las empleadas del servicio, “vainas terribles, carajo”.
Siguiendo ese mismo destino ya de antemano predestinado, Mariana empezó a crecer a pasos agigantados, metida en su burbuja de lujos y cuidados, ajena por completo a lo que ocurría con el resto de la ciudad y el país. A los 13 años tuvo su primer novio, hijo de un miembro distinguido del club, con el que se dio el primer beso en los labios, que le pareció francamente asqueroso. A los quince años empezaron las fiestas de traje largo con orquesta en el club, fumó su primer cigarrillo y se pegó su primera borrachera con vodka importado y jugo de naranja. Su novio de entonces se llamaba Andrés y era el hijo mayor del mejor amigo de su papá, quien, además de ser su socio en el bufete de abogados, compartía con él varios negocios de finca raíz y otras inversiones, entre las que se contaban un apartamento en Miami y una finca en “tierra caliente”, como solían decirle los bogotanos a las casas de recreo en Melgar.
Como era de suponerse, el sueño dorado de los dos amigos, sus dos esposas y sus dos familias era el de casar a sus dos hijos para unir sus dos fortunas en una sola y poderse comportar como una sola familia, de una sola vez. Los novios alentaban los sueños de sus mayores, pues a pesar de que el intercambio de novios y novias a esa edad en su círculo social era casi frenético, ellos dos se mantenían de una sola pieza y daban muestras de querer “quererse y adorarse para toda la eternidad, amén”.
Todo parecía moverse sobre ruedas. Marianita y Andrés estudiarían Derecho u otras dos carreras afines en la misma universidad en la que lo hicieron sus padres. Como era obvio, se graduarían con honores, se casarían y heredarían el bufete de sus padres, quienes se irían retirando poco a poco con el fin de cederles su distinguida clientela. Parecía el plan perfecto y cuando lo pensaban se emocionaban imaginando todas las posibilidades que esa unión les traería.
Siguiendo el programa al pie de la letra, Andrés se graduó de bachiller en el colegio de sus padres y sus abuelos y entró de inmediato a la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la más famosa universidad capitalina, en donde obviamente se habían graduado su papá, su abuelo y sus dos tíos. La fiesta de graduación fue todo un acontecimiento social en el que los padres y los demás miembros de la familia desfilaron orgullosos luciendo elegantes vestidos confeccionados por elegantes modistos. Marianita sonreía radiante enfundada en un hermoso traje azul que la hacía ver aún más bella de lo que era y hacia ella se enfocaron todas las cámaras de los fotógrafos por lo que, al leer la prensa y las revistas del corazón, parecía como si la fiesta hubiera sido ofrecida en su honor.
Al año siguiente, vino el tan esperado grado de Marianita. El mismo libreto, el mismo club, la misma orquesta, los mismos invitados, los mismos fotógrafos de las mismas revistas del año anterior. Esta vez el vestido era verde esmeralda y así apareció Marianita en todas las fotos: aferrada al brazo de Andrés, quien sonreía intensamente como en un comercial de pasta dental. Por alguna razón, Marianita se notaba un poco molesta y no sonreía con la misma devoción del año anterior. Bailó solamente dos veces con su novio y una con su padre y salió a caminar por el jardín como tratando de escaparse del ruido de la fiesta, de los chistes conocidos contados por las mismas personas cientos de veces y del grupo de amigos que no paraban de preguntarle cuándo se inscribiría en la universidad, qué carrera escogería y por qué se había demorado tanto si las inscripciones se cerrarían en un mes.
Las piezas del rompecabezas empezaron a desbaratarse al día siguiente. Ese día Marianita, todavía en pijama, sentada a la mesa del comedor frente a sus padres, les confesó que lo último que le gustaría en el mundo sería estudiar Derecho. Vio la cara de asombro en los dos, paró en seco y esperó a oír sus reacciones. Sebastián la miró entre sorprendido y sonriente y, esforzándose por parecer despreocupado, la obligó a meterse de lleno en la discusión:
–Ah, ¿no? Bueno, ¿y entonces como qué te gustaría, ala?
–No sé, papá –le dijo–, pero es que me parece muy aburrido que sigamos todos toda la vida haciendo lo mismo. ¿No te parece?
–Pues eso depende de por dónde lo mires, hija. No tiene que ser aburrido si tú no lo quieres. Se trata de aprovechar lo que hemos logrado las generaciones anteriores para que las que le siguen estén cada vez mejor.
–Sí, papá, eso lo sé. Pero es que me trato de imaginar metida en una oficina ejerciendo como abogado y me muero de aburrimiento. Yo no creo que me guste trabajar metida en una oficina todo el día, por elegante que sea.
–¿O sea que no es necesariamente que no quieras ser abogado, sino que no quieres trabajar en una oficina? –le preguntó.
–Exacto. Y menos todavía si voy a trabajar contigo y con Andrés. ¿Te imaginas trabajando con él todos los días y después llegar a la casa con él todas las noches, durmiendo juntos en la misma cama, pasando los fines de semana en la misma casa, la misma finca o el mismo club, rodeados de los mismos amigos? Me muero de tedio. La verdad es que yo ya no sé ni qué es lo que quiero.
Y empezó a llorar con una amargura infinita que logró conmover a su padre como sólo las hijas cuando lloran pueden hacerlo. Parecía que la cosa era más seria de lo que creyeron al empezar la conversación; pero, echando mano de todos sus recursos de padre amoroso, finalmente logró hacerla reír y cambiaron de tema, aunque sabían que la conversación no estaba terminada todavía.
Pasaron dos días en los que no se habló del asunto, hasta que, a la hora de la cena, Marianita puso el tenedor en el plato, dejó de comer y mirándolos fijamente les dijo:
–Yo sé que lo que les voy a decir les va a caer como un balde de agua fría a las cinco de la mañana, pero lo he pensado mucho y he tomado una decisión muy importante en mi vida. Sé que no van a estar de acuerdo conmigo, pero les pido que por favor traten de entenderme: primero, no voy a estudiar Derecho, ni Administración, ni nada parecido para trabajar en el bufete de abogados de ustedes, porque definitivamente no quiero trabajar ahí. Quiero estudiar Periodismo. Y no para sentarme a escribir en la oficina de un periódico, sino porque quiero ser reportera.
Hizo una pausa como para medir el impacto de sus palabras y, cuando vio que su padre sonreía y su madre guardaba silencio, sintió nuevos ánimos para continuar con la segunda parte de su plan.
–Tampoco quiero estudiar en la universidad en la que ustedes estudiaron, sino que quiero ir a una universidad pública, que es de donde son los reporteros buenos y porque allí me puedo encontrar con gente de todas las ciudades del país y de todos los lugares de la ciudad. No puedo seguir viviendo encerrada en esta burbuja irreal como si el resto del mundo no existiera.
Cuando volvió a mirar, su padre ya no sonreía y su madre abría la boca como un caimán.
–Pero, hija, ¿te has puesto a pensar en lo peligrosa que es esa universidad?, ¿en la clase de gente que va allá?, ¿en el sitio de la ciudad en donde queda? Es en pleno centro, Marianita, por Dios. Tú ni siquiera conoces el centro y mucho menos sabes cómo llegar hasta allí.
–Pues por eso mismo, papá. Llevo 17 años viviendo aquí y ni siquiera conozco el centro. ¿Puedes creer?
–Pues yo tampoco lo conozco y tengo 38 –le contestó su mamá–, y falta no me ha hecho.
–Pero a mí sí. Yo quiero saber lo que pasa en mi ciudad y en mi país y cómo vive el resto de la gente que no vive en nuestro barrio ni va a nuestro club.
–Y, ¿ya le contaste a Andrés? –preguntó su papá.
–Todavía no, pero lo que él piense no me importa.
–Pues desde ya me imagino que no va a hacerle ninguna gracia –respondió su mamá con cara seria y algunas lágrimas asomando a sus ojos.
–Y, ¿se puede saber por qué tiene que preocuparnos tanto lo que piense o deje de pensar Andrés? Es mi vida y no la suya, así que ni siquiera lo hagamos parte de esta conversación. La decisión es mía y de nadie más.
Sus padres se miraron entre sorprendidos y molestos. Era la primera vez que Marianita anunciaba a los cuatro vientos sus intenciones de manejar su vida a su manera sin importarle en lo más mínimo los planes que ellos pudieran tener y las metas que se habían trazado, las cuales incluían carrera, trabajo y matrimonio.
Unos días más tarde, apareció Marianita con los documentos de inscripción de la universidad y una carta en la cual se le anunciaba su aceptación para iniciar el primer semestre dentro de unas cuantas semanas. Por lo visto, la decisión no tenía marcha atrás. Ahora era cuestión de resolverle el problema de transporte, ya que no iban a permitir que se expusiera a viajar en buses de servicio público, que además de inseguros e incómodos, la obligaban a caminar varias cuadras de ida y vuelta hasta los paraderos de las rutas que iban hacia el centro de la ciudad. El problema quedó resuelto a la media hora, después de una llamada telefónica de Sebastián a uno de sus ex compañeros de colegio, quien era dueño de un concesionario de carros importados. Al día siguiente apareció en la puerta de su casa un flamante automóvil último modelo, cero kilómetros, color azul oscuro, conducido por una también flamante vendedora, quien preguntó amablemente por Mariana a quien necesitaba, según dijo, para firmar los documentos de propiedad del carro y entregarle las llaves. La sorpresa para Mariana fue total. No solo porque no se lo esperaba, sino porque era exactamente el carro y el color que le gustaban. Firmó los papeles y recibió las llaves con una enorme sonrisa. Cuando la vendedora se marchó, llamó por teléfono a su padre para agradecerle el regalo y, en medio de gritos y sonrisas, le prometió llevarlo de paseo tan pronto como llegara a la casa al final del día.
Las semanas siguientes pasaron a toda prisa y, finalmente, Mariana estuvo lista para su ingreso a la universidad. A pesar de haber recorrido la ruta varias veces en compañía de su padre y de haber ubicado las rutas de regreso y los parqueaderos disponibles en el área, ese lunes, con miles de estudiantes llegando a la vez y en pleno centro de la ciudad a la hora pico, le pareció como si fuera la primera vez en su vida que veía esas calles y todo le resultó hostil e intimidante. Varias veces se cuestionó si estaba haciendo lo correcto, mientras daba vueltas y vueltas a la misma manzana tratando de encontrar un lugar para parquear su flamante carro nuevo. Cuando ya sentía que las fuerzas la abandonaban y las lágrimas que luchaba por contener se le amontonaban en los ojos a punto de derramarse, y cuando solo pensaba en salir corriendo para su casa a encerrarse en su cuarto y meterse debajo de las cobijas, encontró un aviso que ofrecía parqueadero durante todo el día por veinte mil pesos. Allí dejó parqueado su carro y, tímidamente, caminó varias cuadras apretando su cartera con los dos brazos, mirando de reojo a lado y lado. Vendedores ambulantes, mendigos, vagos, estudiantes apresurándose por llegar a tiempo, andenes sucios y rincones malolientes; hasta que finalmente llegó a la entrada principal de la universidad atestada de estudiantes amontonados en grupos que conversaban y se reían estruendosamente y que le resultaron francamente intimidantes. Atravesó la puerta principal y, respirando profundo, empezó a buscar su salón de clases. Al poco tiempo lo encontró y, aunque estaba retrasada más de diez minutos, empujó la puerta y se apresuró a sentarse en el primer asiento libre que encontró. Nadie pareció interesado en su entrada triunfal: ni el profesor, que continuó hablando sin siquiera inmutarse; ni los treinta alumnos “primíparos”, como los llamaban los alumnos antiguos, que miraban al profesor con los ojos a punto de salírseles. “Prueba superada”, pensó. Y, mucho más relajada, se dejó llevar por la emoción de estar en su primer día de clases, en su universidad y en la carrera que ella misma había elegido. Un sentimiento de triunfo le inundó el alma. “Esta es mi vida –pensó–. La que yo elegí y la que yo viviré de acuerdo con mis propios planes. ¡Bienvenida a la edad adulta, Mariana Garcés!, se dijo a sí misma en voz alta y empezó a sonreír emocionada.
II
Los siguientes meses transcurrieron sin sobresaltos. Mariana salía todos los días temprano para la universidad, en donde pasaba la mayor parte del día, y regresaba al final de la tarde. Algunas veces comía con sus padres y otras veces se encerraba en su habitación a estudiar y no volvía a salir hasta el otro día, cuando regresaba nuevamente a la universidad. Siempre se le veía feliz. Los fines de semana dormía hasta muy tarde y ya no mostraba ningún interés por almorzar en el club, como antes, o en reunirse con sus amigos de siempre. Se interesaba en política y sostenía largas conversaciones con su papá sobre este tema, las que terminaban irremediablemente en acaloradas discusiones.
Su relación con Andrés empezó a complicarse desde los primeros días. Él no soportaba la idea de que ella estuviera todo el día rodeada por extraños y, mucho menos, que pareciera más feliz que nunca. Sus visitas se convirtieron en una rutina de conversaciones difíciles y silencios incómodos y, por esa razón, se fueron espaciando cada vez más. Cuando coincidían en el club los fines de semana, trataban en vano de reencontrar la conexión perdida y procuraban aparecer ante sus amigos como la pareja que fueron, aunque, en realidad, se sentían algo incómodos y desconcertados por el rumbo que, a medias sin querer y a medias queriendo, iba tomando su relación.
Finalmente, lo inevitable sucedió. Un viernes por la tarde, Andrés se apareció de visita en la casa de Mariana y la encontró más distinta que nunca. De su antiguo porte de niña elegante, no quedaba mucho. Ahora, y como en los últimos días, se vestía con pantalones de jean y camisas de hombre, tenis y chaquetas también de jean. Nunca antes se le había visto tan contenta y no paraba de hablar sobre sus clases en la universidad, sobre el centro de la ciudad, sobre sus amigos y, para rematar, sobre política y desigualdades sociales. Como era de suponerse, ese tema se convirtió en discusión y terminaron peleando. Ese mismo día convinieron terminar. Mariana lo acompañó hasta la puerta y lo despidió con un beso en la mejilla, tratando de contener una sonrisa de satisfacción para no herir sus sentimientos. Ese rompimiento no sólo representaba para ella acabar con un noviazgo socialmente predestinado y patrocinado, casi convenido, por las dos familias, sino también un verdadero acto de rebeldía con su correspondiente grito de independencia.
Esa misma noche, mientras comían los tres, hablando de cosas sin importancia y comentando las últimas noticias sociales, Mariana les soltó la bomba a sus padres, quienes de seguro ya se la esperaban, pero en el fondo abrigaban la esperanza de que no ocurriera.
–Hoy terminé con Andrés –les dijo mientras se limpiaba la boca con una servilleta finamente bordada a mano.
–¿Verdad? –Preguntó su mamá–. ¡Qué pesar, Marianita! Y, ¿estás muy triste? –indagó poniendo cara de consternación.
–¡Qué va, mamá! Lo que estoy es feliz. Esa relación ya no caminaba ni para adelante ni para atrás.
–Y, ¿qué piensas hacer? –preguntó su mamá como para no dejar la conversación ahí.
–¿Cómo así que qué pienso hacer? –preguntó Mariana, divertida–. Pues nada. No pienso hacer nada –le respondió mientras se reía casi a carcajadas–. Lo único que de seguro voy a hacer es dejar de ir al club por un tiempo. Como para no encontrármelo, porque eso sí me parecería incomodísimo –remató levantándose de la mesa, mientras se despedía mandándoles un beso con la mano.
Aunque el rompimiento parecía definitivo, Andrés insistió algunas veces en llamarla, más por responder a la presión de sus padres, a quienes, como es obvio, no les hizo ninguna gracia la idea de tener que empezar nuevamente a buscarle novia a su retoño. Mariana le respondió las llamadas muy cortésmente, pero no dio ni la más mínima señal de querer reconsiderar su decisión. Al contrario, insistía en aburrir a su ex contándole sobre sus planes de conocer todos los barrios de Bogotá y preguntándole una y otra vez si no le parecía lo más absurdo del mundo haber nacido en una ciudad de la que no conocían ni siquiera la décima parte. “¿Cómo podemos llamarnos ‘bogotanos’? –le preguntaba–. Nacimos, crecimos y vivimos en el mismo barrio, nos casamos entre nosotros y tenemos hijos que nacen, crecen y viven en el mismo barrio. Deberíamos llamarnos ‘chicanos’ –le decía entre risas–, puesto que del barrio ‘El Chicó’ no salimos sino cuando vamos a veranear”.
Y continuaba aburriéndolos a todos a todas horas con el mismo sermón: “Esta ciudad apretuja entre sus calles a más de ocho millones de personas y nosotros no somos ni el 10%, sin embargo, con el 10% de nuestro dinero, podrían salir de la pobreza más de tres millones de personas. ¿Sabían que en Ciudad Bolívar viven más de un millón y medio de personas en la pobreza absoluta? No tienen ni agua, ni luz, ni alcantarillado; y en las calles del barrio se matan entre sí para robarse unos a otros los pocos centavos que llevan en el bolsillo. Pobres que roban a pobres. Pobres que se matan entre sí para sobrevivir a medias. ¿Sabían que cada día mueren treinta niños en el sur de Bogotá, de hambre y enfermedades que se podrían haber curado con unas medicinas que valen la mitad de lo que ustedes llevan en efectivo en la cartera? ¿Sabían que mientras ustedes se reúnen en el club a jugar golf o a arreglar matrimonios entre sus hijos y los hijos de sus amigos, se están matando en las calles cientos de personas; y cientos de miles de niños, casi millones, están llorando de hambre y frío? ¿Sabían que veinte de cada cien habitantes del sur están desempleados y los otros ochenta tienen que sobrevivir con el salario mínimo, que equivale a la mitad de lo que mi mamá paga por su celular todos los meses?”. Y continuaba soltando datos y cifras recién aprendidas, hasta que poco a poco se iba quedando sin audiencia.
Su papá la oía entre sorprendido y divertido, aunque algunas veces lograba sacarlo de sus casillas y terminaban discutiendo hasta la medianoche. “Y, ¿qué esperabas, Marianita?, ¿que todos viviéramos igual, comiéramos lo mismo y ganáramos todos el mínimo? La misma naturaleza humana promueve las diferencias. Para que haya ricos, debe haber pobres. Para que haya médicos, enfermos. Para que haya policías, ladrones. Para que haya buenos, debe haber malos. Todas las ciudades del mundo tienen barrios ricos y cordones de pobreza a su alrededor. Esa sociedad utópica en donde todos son iguales sólo existe en tu cabeza y en la cabeza de tantos revolucionarios románticos y fantasiosos que se estrellaron contra el mundo cuando salieron a promulgar sus ideas. El comunismo, sin ir muy lejos, es eso; y fíjate cómo terminaron los países comunistas. Mira a Cuba y los 100 años de atraso en que se consume por andar pensando en pendejadas como esas –le decía casi a los gritos–. Y deja de estar viendo a todos los ricos de la 72 para acá como parásitos insensibles a los que no nos importa ni un pito lo que pase en el sur o lo que pase con los pobres de los que hablas. ¿Quién crees que es el dueño de las empresas en donde trabajan los 80 de cada100 pobres que nombraste? Más del 70% de las grandes empresas que contribuyen al crecimiento y desarrollo de la ciudad están en manos de empresarios trabajadores y honestos que pagan impuestos, generan empleos y pagan salarios justos”.
Y terminaba hablando de cómo Anita y Rosa, las empleadas del servicio; y Germán, el chofer; y Rosario, la secretaria; y otros cuantos, incluyendo a los vigilantes, porteros y demás empleados, vivían con lujo de comodidades gracias a que ellos los empleaban y les pagaban salarios justos.
“Me gustaría ver a mi mamá viviendo con uno de esos salarios de los que tú llamas ‘justos’. O a ti pagándome colegio y universidad con el salario de Germán. No me hagas reír, papá, que lo único que estamos logrando con pagarles esos salarios de hambre es mantener la brecha entre ellos y nosotros. Nuestros pobres nunca serán ricos a punta de sueldos y ahorro. Eso lo sabes muy bien. La única manera en que un pobre llega a ser rico en este país es sacándose la lotería o dedicándose al crimen. Por eso estamos como estamos y por eso estoy mamada de ver que nada cambia”, respondía Mariana con cara de furia, y terminaban la conversación sin haberse puesto de acuerdo en absolutamente nada.
Era evidente que la universidad, sus compañeros, el contacto directo con gente de diferente condición social y las diez horas diarias que pasaba en pleno centro de la ciudad obligaban a Mariana a abrir los ojos y a cuestionar permanentemente su origen y el de su familia. Sin embargo, a pesar de la batalla interior en que vivía, siempre se le veía sonriente y feliz. Según contaba, tenía muchos amigos y la pasaba muy bien con ellos. Mencionaba frecuentemente algunos nombres y los viernes llegaba a la casa bastante entrada la noche, después de pasar un rato en compañía de sus nuevos amigos. Sus papás insistían en que debía invitar a algunos de ellos un fin de semana a almorzar o en que podía organizar una fiesta y llevarlos a su casa para conocerlos, pero Mariana se negaba rotundamente.
–No quiero que vean que vivo como una princesa y que tengo empleados por todas partes. Pensarán que soy diferente y me empezarán a tratar de otra manera –respondía–. Así que de fiestas y almuerzos..., por ahora nada.
Pero, para sorpresa de todos, a los pocos meses anunció que el siguiente domingo invitaría a almorzar a su casa a un amigo muy especial que había conocido en la universidad.
–Es un tipo superchévere –les anunció emocionada a sus papás–. Es muy inteligente, sabe mucho de economía y me está ayudando con el trabajo que tengo que presentar al terminar el semestre. No se preocupen por el menú y la mesa y todos esos detalles, porque él es muy sencillo. Tampoco vayan a inventar vestirse como para ir al club porque él se viste también súper sencillo. Por favor, no lo vayan a hacer sentir incómodo –casi les rogaba con cara de hija consentida.
Y el domingo siguiente llegó. Y con él, el invitado especial de Marianita, quien estuvo desde muy temprano de arriba abajo y de un lado para otro poniendo y quitando cosas y aleccionado a los empleados y a sus padres sobre cómo comportarse y cómo tratar al invitado. Estaba muy nerviosa y era bastante evidente que el tipo, de alguna manera, le gustaba. No era frecuente ver a Mariana tratando de impresionar o, en este caso, de “no impresionar” a alguien.
A las doce en punto todo estuvo listo. Mariana miraba nerviosamente el reloj cada cinco minutos y se asomaba a la ventana de la sala cada diez. A la una en punto, los tres se sentaron en la sala a esperar y pusieron música para relajar el ambiente, o mejor dicho, para relajar a Mariana quien parecía un manojo de nervios. A la una y media empezó a llover. A cántaros. Como suele llover en Bogotá las tardes de abril después de una mañana soleada.
–Marianita, ¿por qué no llamas a tu amigo al celular y le preguntas si le pasó algo? –preguntó su mamá después de consultar por enésima vez el reloj–. Ya es como raro que no aparezca. ¿No crees?
–Porque no tiene celular, mamá. Pero relájate, que ya debe estar por llegar. Lo que pasa es que él es muy flexible con los horarios y las citas y todo ese cuento del reloj y la hora. No le gusta dejarse encasillar por nadie, como él dice.
–Pues, muy ridículo ese cuento –le contestó su papá con tono irónico–. Que haga con su tiempo lo que quiera, pero que respete el de los demás. ¿A qué hora le dijiste que viniera?
–No le di hora, papá. Le dije que viniera a almorzar y ya.
–Pues esperemos que tu amigo almuerce a una hora normal como los demás mortales y que no le dé por “no dejarse encasillar” por los almuerzos y decida comer a la media noche.
–Ya, papá, no empieces. Por lo menos espera a conocerlo –le respondió Mariana casi fulminándolo con la mirada.
Finalmente, a las dos y cuarto sonó el timbre de la puerta. Mariana pegó un brinco del asiento y salió corriendo hacia la entrada. Sebastián y Adriana la siguieron tratando de borrar, de alguna manera, la cara de mal genio ocasionada por semejante demora. Se pararon a su lado en el recibidor y esperaron a que Anita, la empleada, abriera la puerta.
Anita abrió la puerta de par en par como esperando desterrar, con ese solo gesto, toda la impaciencia de sus patrones. Sin embargo, tan pronto vio al sujeto que esperaba, volvió a cerrarla casi de inmediato.
–¿A sus órdenes? –preguntó como se acostumbra a preguntar en Bogotá, aunque más que una pregunta, sea una afirmación.
–¿Está Mariana? –demandó el sujeto.
Pero antes de que Anita pudiera responderle o preguntarle: “Y, ¿como para qué sería?”, como se acostumbra en Bogotá, aunque más que una pregunta, sea una negación, ya Marianita había saltado desde el recibidor hasta la puerta y, casi empujando a Anita hacia un lado, estaba diciéndole al sujeto:
–¡¡Gerardo!! ¡Qué bueno que viniste! Pasa.
Esa imagen de Marianita que sonreía emocionada mientras llevaba del brazo al invitado, la cara de desconcierto de Anita que no sabía si cerrar la puerta o dejarla abierta y de Adriana que se llevaba las dos manos a la boca, quedaría grabada para siempre en la mente de Sebastián.
A partir de ese domingo 15 de abril de 2006, a las dos y cuarto de una tarde gris como ninguna, en la que llovió a cántaros, como suele llover en Bogotá las tardes de abril después de una mañana soleada, sus vidas ya no serían las mismas. A partir de ese preciso instante, sus vidas tomaban otro rumbo. Un rumbo oscuro, ominoso y desconocido en el que serían los protagonistas de una de esas historias de las que uno piensa que sólo pueden verse en televisión.