AL OIDO DE NADIE


CAPITULOS  I - II - III - IV

 

 

Hace algún tiempo leí en un libro algo que me gustó.<

Estaba como muchas otras veces en la biblioteca pública a la que voy después del trabajo para no llegar tan temprano a mi casa, en donde me esperan mi esposa con cara de policía y mis dos hijos que berrean como terneros todo el día, aunque tengan la barriga llena.

El libro era uno de esos manuales de autoayuda y superación a los que nos tienen condenados esos escritores de tercera que se han hecho ricos a punta de vender esa porquería a sujetos tan tristes y patéticos como yo, quienes sacrificamos hasta una buena parte del mercado semanal para comprar el estúpido libro, que nos repite las mismas babosadas de siempre pero de diferente manera. Y todo para enriquecer los bolsillos de un boludo que no cree ni en eso ni en su mismísima madre.

Pero bueno.... decía que leí algo que me gustó.

Se llama la teoría de la  bolsa de herramientas, si mal no recuerdo.

Lo que esa teoría dice, es que Dios nos manda a todos a este miserable mundo con una bolsa de herramientas y  en esa bolsa mi Dios mete la herramienta necesaria para que uno sea “el putas de aguadas” como llaman en mi tierra a los que son lo mejor de lo mejor. El problema es que uno no sabe lo que contiene esa bolsa de herramientas y puede pasar toda su vida sin usarla, lo cual lo convierte a uno o en un fracasado o en un mediocre, pero de todas maneras en pobre y perdedor.

Pero si por alguna casualidad o por aquello del destino, uno se encuentra de frente con algo que requiere de la herramienta contenida en la bolsa que le mando mi dios...... bum!!!! Éxito. Prosperidad. Es la probabilidad uno de diez. Que usted descubra para lo que es bueno o en otras palabras, para lo que vino a este mundo inmundo y se dedique a eso.

La teoría suena como creíble. O no? Pues bueno, yo la creo. Y me pregunto: Cuál será la herramienta que Dios puso en mi bolsa cuando me mando a la tierra?  Porque algo he de tener. No creo que vaya a ser un pobre guevon bueno para nada toda mi vida. O si? No, no creo. Algo bueno debo tener en esa bolsa. Lo que pasa es que de seguro me va a pasar lo que  le ha pasado al 90 por ciento de la población mundial: que nunca supieron para qué carajos eran buenos y se murieron tan pobres y mediocres como nacieron. Y como nacerán y morirán sus hijos y los hijos de sus hijos, amen.

Eso es lo que decía que me gustó. O mejor, me tranquilizó. Saber que de seguro yo soy buenísimo para algo y que como es apenas evidente, nunca lo he descubierto. La sola idea de encontrarlo y lograrlo, me puso contento y decidí irme para mi casa. Allí me esperaba mi esposa con cara de animal feroz, pero yo llegué tan sonriente como si acabara de ganarme la lotería. Comí en silencio con una sonrisita tan estúpida como inevitable y me fui a dormir temprano sin ver la televisión. La verdad es que quería estar solo un rato para pensar en mi futuro y tratar de encontrar alguna conexión entre la teoría de la bolsa de herramientas y mi infeliz existencia.

Dos días me duro la sonrisita y dos días me dedique día y noche a tratar de identificar el contenido de mi bolsa. Como ya estaba perdiendo la paciencia y la sonrisa se estaba transformando en una mueca pavorosa, decidí volver a la biblioteca para leer un poco más sobre la famosa teoría. Según mi filósofo de tercera, profeta de garaje, embustero de profesión, estafador de oficio, en su siguiente libro que era un manual de autoayuda, le enseñaría a sus seguidores, ingenuas criaturitas, a descubrir el contenido de su bolsa de herramientas y les explicaba cómo usarlas. 

Por eso me acerqué al escritorio de la empleada de la biblioteca, una señora de avanzada edad y modales de solterona infeliz, para preguntarle por el otro libro de ese mismo autor.

-          Cuál de todos? Me pregunto con cara de disgusto. Ha escrito como cien libros, todos a cual más de malos, señor. Podría, por favor, ser mas especifico?

-          Pues no creo, señora. Le explique. Es que en este libro que acabo de leer, el tipo dice que su siguiente libro va a ser una especie de manual para encontrar lo que en este libro dice que uno debe buscar, me entiende?

-          Claro que le entiendo, me contesto enfadada. Y ya se a cual libro se refiere. Espérese un minuto, por favor.

La señora me recordaba a  mi suegra. Una de esas personas que a pesar de utilizar todas las palabras y expresiones recetadas por la buena educación y la urbanidad y jamás permitirse la vulgaridad de un insulto, lo dejan a uno con la seguridad absoluta de haber sido insultado y maltratado de la manera más infame, sin la más mínima posibilidad de responderles.

A los pocos minutos, regreso a su escritorio con un libro en la mano.

-          Aquí está, me dijo poniéndolo sobre la mesa. Quiere llevárselo para su casa o lo va a leer aquí, me pregunto con impaciencia.

-          Lo voy a leer aquí, señora, le contesté. Seguramente vuelva mañana y pasado mañana para terminarlo.

Y entonces empecé a leerlo tratando de llegar al fondo rápidamente sin perderme en los detalles almibarados y las frases de cajón que en realidad lo convertían en un absoluto ladrillo. Porque el libro en realidad no era malo. Era pésimo. Y a medida que lo iba leyendo, me iba dejando una vaga sensación de malestar, que poco a poco se iba convirtiendo en disgusto y mal genio.

Sin embargo y para satisfacer mi curiosidad, al tercer día lo termine y anoté en una hoja de papel lo que a mí me pareció más importante a la hora de encontrar el contenido de mi bolsa de herramientas. Lo primero era tratar de definir en qué momento de mi vida mi destino había tomado otro rumbo, dejándome con una bolsa de herramientas inútiles en las manos, que no solo no me servían para nada sino que además eran tan pesadas que se habían convertido en un verdadero estorbo.

Según la teoría, todos nacemos en el lugar apropiado, la familia apropiada y el tiempo apropiado para utilizar las herramientas con las que venimos equipados por Dios al momento de nacer. “Dios nunca se equivoca, pregonaba el autor tratando de congraciarse con sus lectores de arraigadas costumbres religiosas, lo que pasa es que como nos dio libre albedrío, nosotros quedamos a merced del destino y los caprichos, que casi siempre nos juegan malas pasadas y nos tuercen la vida haciéndonos imposible utilizar las herramientas con las que amorosa y generosamente nos ha equipado mi Dios”.

A continuación le entregaba a manera de primicia a cada lector una lista de ejercicios que le ayudarían a encontrar el momento exacto en el que “su destino tomo otro rumbo” para terminar anunciándole que en su siguiente libro, le explicaría como volver exitosamente a encontrar su destino, tras lo cual cada quien entraría para siempre por la puerta del éxito, la prosperidad, la felicidad y la salud.

Cerré el libro con furia y lo lleve de regreso al escritorio de la empleada que sufría repentinos ataques de simpatía.

-          Aquí lo tiene señora y gracias, le dije. Ya lo leí y no creo que valga la pena perder más mí tiempo con él.

-          Se lo advertí, me dijo sonriendo por primera vez.

-          Me puede prestar el siguiente libro? Ese que promete hacerme feliz tan pronto termine de leerlo.

-          Si quiere seguir perdiendo su tiempo, allá usted, me dijo volviendo de inmediato a su terca frialdad.

-          Pues me gustaría darle una mirada rápida, señora. Pero va a tener que ser mañana porque ya está tarde y tengo que llegar a mi casa, le dije despidiéndome con una sonrisa que reboto inútil contra el frio rostro de piedra de la empleada.

Esa misma noche empecé a repasar mi vida, tratando de seguir las instrucciones de mi filósofo de bolsillo, leyendo y releyendo las pocas notas que había tomado garabateadas en un arrugado papel.

En un cuaderno rayado de cien hojas marca Cardenal, me dispuse a escribir las primeras imágenes que vinieron a mi cabeza al evocar mi niñez. Antes de empezar a escribir anote en la mitad de la primera hoja el titulo que me pareció más apropiado: “En qué momento se jodió Rogelio” lo llamé y sonriendo empecé a escribir.

 

  

II

 

De mi cuaderno rayado de cien hojas

Como puede deducirse por el título de este cuaderno, me llamo Rogelio. Rogelio Méndez Rodríguez, para ser exactos. Pero en el colegio siempre me llamaron “Romero” por las iniciales de mi nombre y apellidos. Al principio algunos profesores se confundían y no sabían si buscarme por la M o por la R, pero al final casi nadie se sabía mi nombre verdadero. Para todos era simplemente “Romero”

Mi Papá me puso Rogelio por una canción que estuvo muy de moda cuando mi mamá estaba embarazada. La canción hablaba, según me contó mi papá, de un par de amigos muy pobres que vivían en un barrio miserable de alguna ciudad. Uno de ellos lograba triunfar en la vida y se convertía en millonario y cuando el amigo de su infancia lo iba a visitar para pedirle trabajo, el muy maldito lo sacaba de su oficina a empujones diciéndole que nunca jamás lo había visto antes en su vida. Era una canción triste y miserable. Uno de los dos amigos se llamaba Rogelio y la canción también. Yo no sé cuál de los dos, pero espero que no haya sido el  hideputa que se olvida de sus amigos. Aunque a decir verdad, tampoco me gustaría ser el pobretón humillado por su amigo el hideputa. Yo creo que por eso mi Papa nunca me dijo cual de los dos se llamaba Rogelio. La canción debió ser malísima porque nunca la encontré en un disco para oírla y nadie nunca me supo dar razón de ella o de su autor.

En fin... Rogelio me llamo y nací hace 31 años en Fontibón, cuando Fontibón era un pueblo cercano a Bogotá. Hoy es un barrio más de la ciudad y a nadie se le ocurre decir que nació allí, sino que nació en Bogotá. Vivíamos con mi papa, mi mama y dos hermanos en una casa muy humilde con un solar enorme. Los pisos eran de tierra y el techo metálico y cuando llovía el estruendo era aterrador. El agua se metía por todas partes y el interior de la casa se convertía en un verdadero lodazal. Teníamos un perro y dos gatos flacos y feos. El perro era viejo y tuerto y se llamaba Vallenato. Había aparecido en la casa sin que nadie supiera de quien era ni a qué horas había llegado. Simplemente llegó y se quedó hasta su último día, que fue igual de miserable a todos los demás días de su infeliz existencia. Nunca lo echamos a la calle porque siempre parecía que agonizaba y que de seguro esa sería su última noche, sin embargo estuvo con nosotros más de dos años, agonizando a diario, escondiéndosele a la muerte en el rincón más remoto de la casa, hasta que finalmente Ella lo encontró y lo dejó tirado debajo de la mesa del comedor con la boca abierta mostrando amenazante sus escasos dientes amarillos, como para dejar claro que no había sido nada fácil y que la pelea final con la Parca había sido a muerte. Allí debajo lo encontré tieso y sucio, con un extraño olor a almendras podridas y de inmediato empecé a extrañarlo. Lo enterramos mis hermanos y yo  debajo del cerezo más grande del solar, mientras rezábamos el “ángel de la guarda”, que era la única oración que nos sabíamos completa, y llorábamos en silencio.

Mis dos hermanos son menores; Efraín un año menor que yo y Josué un año menor que Efraín. Esos dos nombres, según contaba mi Papa,  los habían sacado de la Biblia. Nuestra infancia fue bastante pobre pero alegre, según recuerdo. Pasábamos los días subidos en los arboles del solar, comiendo cerezas, brevas, peras y todo cuanto podíamos arrancar de las ramas de los arboles. El solar era enorme, alegre y cálido en los días de sol, frio y húmedo en los días de lluvia y tenebroso por las noches, en especial las noches sin luna y con lluvia. Mi papá insistía en que en ese solar asustaban los espantos y que por eso era mejor encerrarse en los cuartos tan pronto empezaba a anochecer. Mientras los tres intentábamos dormir apretando los ojos con fuerza, allá afuera escuchábamos los ruidos de cientos de criaturas desconocidas y malvadas que se apoderaban de nuestro solar por las noches.

El único remedio posible para esas noches de terror, era el “papa lindo”. Una figurita pequeña de nuestro señor Jesucristo labrada en pasta, que apretaba con fuerza entre mi mano, hasta que me quedaba dormido. A ese “papa-lindo” como lo llamábamos todos, llegamos a atribuirle poderes especiales a la hora de apartar espantos, caminar por calles miedosas, presentar exámenes, ir al médico o al dentista y hasta evitar los regaños de mi papá o mi mamá.

 Lo peor que podía ocurrir esos días, era despertarse con ganas de ir al baño en una noche fría y lluviosa. El baño quedaba al final de un corredor largo y oscuro muy lejos de la habitación. Era un hueco oscuro con paredes de ladrillo sin ventanas y una puerta de madera que se trancaba desde adentro con un pedazo de varilla amarrado a una cabuya larga y sucia. El sanitario era de porcelana blanca, sin cisterna y se sostenía de milagro haciendo equilibrio sobre un par de ladrillos pegados al piso con cemento. Como no teníamos agua, llenábamos varias canecas enormes cuando llovía o las llenábamos con el agua robada de la tubería del acueducto, a la que conectábamos una manguera rota y remendada. Cuando teníamos que usar el baño, llevábamos un balde metálico lleno de agua para desocupar la tasa del sanitario. Por las mañanas nos lavaban la cara y las manos en un platón y los domingos nos bañaban en el solar. Nos parábamos sobre una piedra plana y enorme en calzoncillos y mientras que mi mama nos mojaba la cabeza y el cuerpo por turnos con el agua que sacaba de las canecas con una totuma, nosotros nos enjabonábamos completos de pies a cabeza y después nos alineábamos dócilmente parados sobre la piedra, tiritando y con los labios morados de frio, hasta que mi mama nos juagaba el jabón de todo el cuerpo. Nos refregábamos pudorosamente “los rincones” como decía mi mamá o el “racimo” como decía mi papá quien prefería usar la manguera remendada a la totuma y las canecas.

Unos pocos años después, cuando ya íbamos todos al colegio, mi papa y Don Luis Guzmán, un vecino que sabía de albañilería, plomería, pintura, enfermería, veterinaria y primeros auxilios, instalaron una ducha, un sanitario con cisterna  y un lavamanos dentro del baño y enchaparon las paredes con baldosín blanco. Para coronar la obra de arte, instalaron sobre el lavamanos un gabinete metálico con espejo, en el que guardábamos los cepillos de dientes y la máquina de afeitar de mi papá. Sin embargo, a pesar de que teníamos baño nuevo con luz y espejo, todavía teníamos que atravesar el oscuro corredor por las noches y solo de pensar en eso se nos erizaba la espalda. Por eso cuando rezábamos el “ángel de la guarda” antes de meternos entre las cobijas, le pedíamos que nos nos dieran ganas de ir al baño, sino hasta por la mañana.

Cuando cumplí cinco años, empecé a ir al colegio. Mi mama me matriculó, me compró una enorme maleta de cuero café repleta de cuadernos y lápices de colores y me llevó de la mano hasta la reja metálica del colegio, en donde había decidido que yo estudiaría toda la primaria. Allí se despidió afanada por regresar a cuidar a mis dos hermanos y me dejó con mi enorme maleta y mi cara de pánico, mientras todos los demás estudiantes entraban apresurados y el timbre sonaba sin parar.  El colegio funcionaba en una enorme casona de estilo colonial, con varios patios interiores, alrededor de los cuales se alineaban los salones de clase repletos de estudiantes. Los alumnos de primaria estaban separados de los del bachillerato por el patio de recreo que era del tamaño de una cancha de futbol. Allí se encontraban todos los alumnos tres veces al día para recreos de media hora. A las doce en punto del medio día, todos los alumnos iban a almorzar a sus casas y regresaban a las dos, para la jornada de la tarde. No tengo recuerdos muy claros sobre mis años en ese colegio. Solo recuerdo con toda claridad un partido de futbol en el que metí el único gol con un tiro rasante desde la punta derecha que se incrustó en la portería contraria faltando apenas unos pocos minutos para  el final y que me dejó con la espalda amoratada luego de que todos los estudiantes de primaria se me vinieron encima para celebrar. Nuestro equipo se llamaba el América de Cali y jugábamos con camisetas rojas. La mía era la mejor pues no solo era nueva sino que además llevaba también pantaloneta negra y el escudo del América al lado derecho. También recuerdo algunas peleas a puños a la salida del colegio y en particular la pelea con Vásquez, el hijo de la señora de la tienda del colegio, que estudiaba en mi salón y que terminó con Vásquez humillado en el suelo, aunque estoy totalmente seguro de no haberlo ni siquiera tocado. Se tropezó con algo al momento de venírseme encima y se cayó al piso, mientras que todos los muchachos que nos rodeaban gritaban y me levantaban los brazos en señal de victoria. Más tarde nos hicimos amigos y muchas veces jugamos futbol juntos aunque se notaba en él cierto temor, como si de verdad yo hubiera sido el vencedor en nuestra malograda pelea a puñetazos.

Recuerdo que lo único verdaderamente tenebroso de ese colegio eran los baños y mi insensata necesidad de usarlos.  Estaban ubicados entre los salones de bachillerato y los de primaria y eran un verdadero asco. No importaba la hora ni el día, siempre estaban asquerosamente sucios y apestaban a kilómetros. Sin embargo mi estomago, mi mente y mi cabeza, funcionaban religiosamente antes del medio día y me obligaban a aguantar estoicamente hasta llegar a mi casa a la hora del almuerzo en donde me podía despachar enterito dentro de nuestro nuevo y reluciente baño. Sin embargo debo confesar que más de una vez el afán supero a la voluntad y preferí declinar mi voluntad en los pantalones antes que sucumbir ante el apestoso enemigo que no daba ni la más remota posibilidad de ser utilizado por un ser humano medianamente decente. Esos días terminaban conmigo parado valientemente en la piedra plana del patio, mientras mi mamá me lavaba con la manguera remendada y me miraba con  su carita tierna tratando de parecer molesta sin lograrlo. Al final terminábamos riéndonos aunque yo no pudiera disimular mi vergüenza ni ella su molestia. - Es que los baños del colegio son inmundos - le decía yo entre sollozos y ella me miraba con esa cara de entender lo que decía sin poder estar de acuerdo. Finalmente logró que  el director del colegio me diera la llave de los baños de los profesores que según la lógica deberían ser más limpios que los de los alumnos, sin embargo no lo eran tanto, aunque me salvaron de muchas tardes de piedra plana y manguera.

En ese colegio estudié no solo la primaria sino también los seis años del bachillerato, hasta graduarme cualquier día de Diciembre, once años después de mi primer día y a la edad de 16 años. A continuación se graduaron mis dos hermanos y de un momento a otro, si saber a qué horas ni cómo ni cuándo, cuatro hombres adultos despertábamos por la mañana en mi casa, desayunábamos y de inmediato quedábamos desocupados por el resto del día. Mis hermanos y yo siempre quisimos ir a la universidad para estudiar una carrera y ser Doctores. Yo quería ser médico o cantante, Efraín Veterinario o trapecista en un circo y Josué Abogado o futbolista profesional. Ninguno de los tres tenía ni la más remota oportunidad para lograr lo que quería y andábamos para arriba y para abajo buscando cualquiera de los  trabajos que podíamos encontrar en nuestro vecindario o en la calle principal del pueblo, por donde se alineaban a lado y lado de la única calle pavimentada, tiendas, talleres y almacenes de repuestos.

El primero en conseguir un buen trabajo fue Josué, el menor de mis hermanos quien se convirtió al mes de haberse graduado del colegio, en taquillero del teatro Bolívar, famoso por sus enormes pulgas y por las películas mejicanas. El trabajo consistía en vender las boletas, recibirlas a la entrada, barrer el teatro después de cada función y servirle de asistente al operario del proyector, quien era a su vez el dueño del teatro.  Había funciones todos los días a las tres y a las seis de la tarde y los fines de semana una función nocturna que empezaba a las nueve de la noche. Solo se presentaban películas mejicanas en blanco y negro  y una que otra española. El teatro nunca se llenaba, pero los fines de semana tenía ingresos medianamente decentes. Los amigos de Josué y por supuesto sus hermanos entrabamos gratis cada vez que queríamos. Allí conocimos las películas de Viruta y Capulina, Pedro Infante, Rocío Durcal, Javier Solís, El enmascarado de plata, Blue Demon y muchas otras. Mi hermano trabajó en ese mismo lugar por muchos años, hasta cuando murió su dueño y los hijos vendieron el teatro para construir un taller. Entonces consiguió trabajo en el teatro Milán, ubicado en la calle principal, en donde presentaban cine americano a color y en jornada continua. Ahí trabaja desde entonces y creo que jamás se le ocurriría trabajar en un lugar distinto.

Efraín fue menos afortunado. Después de golpear casi todas las puertas logró conseguir trabajo entregando pedidos a domicilio para la droguería Rojas, cuyo propietario era el papá del portero del equipo de fútbol con el que jugaba todos los sábados y domingos. Le entregaron una bicicleta vieja y pesada, que él mismo reparó y pintó hasta convertirla en una verdadera joya. Con el tiempo no solo repartía pedidos sino que también contestaba el teléfono y atendía el mostrador. Poco a poco se convirtió en la mano derecha del señor Rojas, quien a veces lo dejaba completamente solo en la droguería por varias horas, por lo cual tuvieron que contratar otro mensajero a quien mi hermano le entrego la bicicleta como si se tratara de su más preciado valor. Fue el mismo señor rojas quien lo animó a estudiar farmacia y mi hermano es ahora un farmaceuta titulado que sueña todos los días con tener su propia droguería. Sé que algún día lo logrará y se convertirá en el orgullo de toda la familia.

Mientras mis hermanos terminaban el bachillerato y mientras conseguían trabajo, mi papá y yo trabajábamos juntos en un taller de mecánica cercano. Mi papá siempre ha sido un buen mecánico y es capaz de desarmar y volver a armar casi cualquier cosa. Le gusta reparar motores y transmisiones y no le molesta en lo mas mínimo untarse de grasa hasta el pelo. A mí en cambio, la grasa me desagrada y no soy muy bueno con los motores. Por esa razón, al poco tiempo el dueño del taller me sentó en un escritorio, frente a un teléfono y me enseñó todo lo necesario para comprar y vender repuestos. En particular repuestos para buses, busetas y camiones. A eso me dedico desde entonces y en los 5 años que llevo trabajando en este lugar he logrado que este sea el almacén de repuestos más grande de todo el pueblo. 

En este lugar conocí a Betsy, la hija del dueño, quien es ahora mi esposa y la mamá de mis dos hijos. Esos que berrean todo el día como terneros.  Ella estudiaba en el colegio del sagrado corazón que era vecino a mi colegio y yo la veía pasar todos los días frente a mi casa y al terminar las clases frente al colegio. No era ni fea ni bonita, pero era la única niña del vecindario. Cuando la vi en el almacén de su papa la reconocí de inmediato y de vernos todos los días nos hicimos novios casi sin saberlo. Cuando menos pensamos ella estaba embarazada, yo casado y los dos viviendo en una casa de dos pisos que nos arrendó su papá quien además era mi jefe y también el jefe de mi papá.

Y ahora tres años y dos hijos después, paso casi todo tiempo trabajando en el almacén de repuestos para camiones y equipo pesado. Gano muy poco y como es apenas natural, el sueldo no me alcanza  para pagarle el arriendo cumplidamente a mi suegro, quien por fortuna ya ni se toma la molestia de cobrarme. Mi vida no es feliz aunque tampoco es particularmente difícil o miserable. Mi trabajo no me desagrada, aunque gano una miseria, pero me consuela pensar que tengo las manos limpias y trabajo mucho menos que mi papá y los demás mecánicos del taller. No estoy enamorado de mi esposa, pero nos entendemos en la cama, sabe cocinar y cuida los mocosos. Además tampoco tengo muchas opciones por aquí. Al que si me gustaría desaparecer para siempre es a mi suegro, quien no solo es grosero y malgeniado, sino que trata mal a todos los empleados incluyendo a mi Papá. A mí me trata como si fuera un imbécil bueno para nada, aunque yo sé muy bien que el almacén está donde está y su bolsillo está tan lleno como esta, gracias a mi trabajo. Aunque, claro, ese viejo gruñón jamás lo reconocerá.

  

III

 

Escribir en mi cuaderno rayado de cien hojas resultó más divertido de lo que pensé en un principio.  A veces empezaba a escribir en la biblioteca a la salida del trabajo y terminaba hasta las dos o tres de la mañana por lo que me costaba mucho trabajo levantarme temprano. No sé si el filosofo de bolsillo tendría o no razón, pero revisaba una y otra vez todo lo escrito sin que pudiera encontrar ni la menor señal de lo que supuestamente debería haber encontrado. Por eso decidí volver a la biblioteca para seguir leyendo a mi filosofito de plastilina a ver si finalmente me revelaba la herramienta prometida.

Siempre que la empleada de piedra me veía llegar, trataba de sonreír, sin mucho éxito, y antes de que estuviera frente a su mostrador, me estiraba la mano con el libro en ella y una inconfundible mirada de reproche:

-          Tome. Siga perdiendo su tiempo miserablemente, me decía

-          Gracias. Pero creo que tengo alma de masoquista, le contestaba yo con una amplia sonrisa, que le ponía algo de color a sus mustias mejillas de muerto en vida. 

Cuando terminé de leer el segundo libro, seguí con el tercero y a la mitad del cuarto libro, finalmente me di por vencido. El tema había resultado ser invariablemente el mismo, la prosa melosa y almibarada, llena de adornos ociosos prometía revelar un secreto que no termina por revelar, pero prometía hacerlo sin lugar a dudas en el próximo libro, que “usted debe empezar a leer de inmediato”. Por eso decidí seguir por mi cuenta y dejar para siempre en el lugar más lejano de la biblioteca todas esas inútiles obras del filósofo de los pobres.

De todas maneras la cosa estaba más o menos clara: Todos tenemos un don especial y somos los mejores para algo.  Si no nos esforzamos por encontrarlo, viviremos toda nuestra vida consumidos en la mediocridad. Para encontrarlo debemos revisar cuidadosamente nuestras vidas y tratar de escuchar el mensaje de nuestro yo interior. El problema aparentemente era que mi yo interior era mudo o yo estaba revisando mi vida, pero no tan cuidadosamente como aconsejaba el autor.

La verdad es que intentarlo sin ningún resultado me hacía sentir estúpido, puesto que según concluían los libros, el método debería funcionar casi de inmediato.

La tarea de escribir mi vida y mis recuerdos de infancia me parecía bastante divertida. Sin embargo y en parte debido a mis últimamente más frecuentes llegadas tarde y mi recién adquirida manía de andar armado de lápiz y cuaderno a todas horas, estaban empezando a afectar mi relación con Betsy y su papá. O sea mi suegro. El viejo tacaño y cascarrabias para el que trabajaba como un esclavo diez horas diarias.

-          Que es lo que tanto escribe ahí? Me preguntaba el viejo con sus enormes cejas negras de pelos largos e hirsutos, como los de la cola de un marrano, pegadas una a la otra, como si estuviera ya casi a punto de abalanzarse sobre mí.

-          Nada Don Vicente. Tomando apuntes para que no se me olviden las cosas.

-          Muestre a ver! Me decía tratando de quitarme el cuaderno o de meter sus peludas y enormes narices entre las hojas abiertas, que yo cerraba de inmediato.

-          No Don Vicente, no puede ver. Son apuntes míos y no los va a entender. Y me escurría rápidamente para evitar más explicaciones. Sin embargo su mirada de ave de rapiña me perseguía permanentemente y sus comentarios despertaban también el interés de Betsy, quien parecía estar jugando más del lado de su papa que del lado mío.

 

Al parecer el método probado de mi filósofo de garaje estaba fallando conmigo. A pesar de escribir y escribir todos los detalles recordados de mi infancia, no lograba encontrar ese instante que supuestamente debería haber encontrado al terminar de leer el segundo libro. Cuando ya estaba empezando a contemplar la posibilidad de darme por vencido, decidí regresar a la biblioteca para terminar de leer el cuarto libro y de ser necesario también el quinto.

Los capítulos finales del cuarto y casi todos los del quinto se referían a la relación con los padres y los hermanos. Decía “el iluminado”, que los rasgos definitivos de la personalidad de todos los individuos estaban necesariamente influenciados por la relación con sus padres y sus hermanos.

“todos los seres humanos nacemos perfectos” decía, “pero a medida que crecemos vamos recibiendo la influencia directa de nuestros padres, quienes al final con sus acciones u omisiones forjan la personalidad con la cual nos enfrentaremos al mundo exterior como adultos. Todos los niños y niñas de menos de tres años son arriesgados, perseverantes y decididos. Logran a toda costa aquello que quieren sin importar en lo más mínimo lo que tengan que hacer para conseguirlo. Ponga usted como ejemplo a un niño de cuatro años en una piñata, decía.  Si lo que el niño quiere es una bomba o un juguete cualquiera, ira tras él a como dé lugar aunque para ello tenga que pasar por encima de los demás niños de la fiesta. No le importará en lo más mínimo como luce ante los demás, no le importará en lo más mínimo lo que de él pensaran los demás, no le importará en lo más mínimo fracasar. Logrará lo que busca sin importar lo que tenga que hacer para lograrlo. Ese niño nace autentico, decidido y poderoso. Sin embargo con el correr del tiempo se convierte en un adolescente temeroso, tímido e incapaz de tomar decisiones sobre su propia vida. Sus decisiones empezaran a verse condicionadas por patrones de conducta erróneos: como me veo ante los demás, como luzco, que obtengo a cambio, como logro aceptación. Finalmente terminará viviendo una vida ajena, aceptado por los demás, luciendo siempre como los demás esperan que luzca, pero sin aceptarse a sí mismo ni viviendo la vida que siempre quiso. La única manera de reencontrarse con ese niño interior es tratando de determinar el momento exacto en el que  decidió empezar a vivir su vida a la defensiva. Y por lo general esa forma de encarar su vida y sus relaciones adultas con los demás seres que lo rodean ha sido el resultado de acciones u omisiones de sus padres que marcaran su vida para siempre.”

Era evidente que tenía que escarbar en la relación con mis padres, y mis hermanos, y no necesariamente limitarme a escribir los detalles menores sobre mi infancia, mi colegio, mi matrimonio y mi nuevo rol como papá, empleado y marido ejemplar

Por eso decidí que la opinión de mis hermanos resultaría importante. No solo porque según mi filosofo de plastilina, eran parte importantísima de mi vida, sino porque al parecer los dos eran infinitamente felices.

Cualquier día al salir de la biblioteca con la cabeza llena de teorías, decidí visitar a mis hermanos. Era bastante probable que tanto ellos como yo, viniendo de los mismos padres y levantados en la misma familia, sufriéramos de la misma vaina y ellos resultaran tan desadaptados como yo y tan descontentos con su vida como yo lo estaba con la mía.

 

Primero llegue a la farmacia donde Efraín, vestido de bata blanca, recetaba remedios a diestra y siniestra. Era impresionante verlo moviéndose de un lado para otro, despachando remedios por su nombre frente a un puñado de personas que esperaban pacientemente a que los atendiera. En la parte de atrás el señor Rojas lo miraba sin poder contener una sonrisa de satisfacción. Era evidente que se sentía orgulloso de ver a su pupilo tomando el control sobre su negocio. 

Espere varios minutos hasta que lo vi desocupado y me acerque para que me viera.  

-          Quiubo hermano, que hace? Me pregunto con su carita sonriente.

-          Vengo para invitarlo a un chico de billar. Le contesté picándole el ojo.

-          Espéreme a que salga, me contesto muy contento. Faltan como veinte minutos.

-          Entonces mientras tanto voy por Josué, le respondí. Esta es tarde de hermanos,bueno?.

-          Listo, Me contesto emocionado. Nos vemos en el Metropolitano?

-          En media hora. El que pierde paga, no?

-          Pues aliste la chequera hermanito, porque  estoy como una flecha.

-          Ya lo veremos. A las seis en punto en el metro, le respondí mientras salía despidiéndome del señor rojas con la mano.

Caminé por la calle once a pasos largos, hasta llegar al teatro Milán. Me acerque a la taquilla y le pregunte a 

la vendedora por Josué.

-          Está proyectando la película de las tres. Se acaba a las cinco y media, me contestó muy amable. Usted es el hermano?

-          Si, el mayor, le contesté. Le puede decir que lo necesito urgentemente.

-          Pues yo lo puedo llamar, lo que pasa es que él se pone bravísimo cuando uno lo interrumpe. Seguro que es urgente? Me pregunto desconfiada

-          Pues claro, que es urgente. Si quiere, déjeme pasar y yo mismo lo busco en la sala de proyección, le dije poniendo cara de urgencia.

-          Pues bueno, siga. Pero no me vaya a hacer quedar mal, no? me dijo con cara picara

-          Claro que no. Como se le ocurre? Le conteste sonriente.

Subí por la angosta escalera hasta la sala de proyecciones y ahí lo encontré. Estaba muy concentrado en la proyección, sentado en una butaca alta, mirando por la ventana directo al telón, mientras fumaba en silencio. Cuando me oyó acercarme se volteo hacia mí y con el dedo índice en su labio, me pidió silencio, como si estuviéramos en una misa fúnebre.  Caminando casi de puntillas me acerque a la otra ventana y me senté en una butaca igual a la de mi hermano mientras buscaba la imagen en el telón. La película acababa de empezar y se trataba de un tipo, ya cincuentón, viudo y triste que vivía solo en una casa vieja y fea, frente al mar. Pasaba los días reparando un enorme velero y no hablaba con nadie, no tenía amigos, ni familiares y jamás visitaba a alguien o recibía visitas. Pero un día conoce a una mujer joven y bella, que llega a preguntarlo a su casa por alguna razón. Se enamoran perdidamente y de ahí en adelante la película se convierte en un verdadero chorro de babas, meloso y predecible. La escena final, de un romanticismo cursi y ofensivo, los muestra a los dos navegando en el velero, que parece recién comprado,  en una tarde soleada, en un mar de un azul irreal con un cielo rojo de atardecer de mentiras, mientras se ríen a carcajadas, quien sabe de qué, y se besuquean a razón de tres besos por minuto.

En otras condiciones de tiempo y lugar, la película debería haberme puesto de muy mal genio. Sin embargo cuando termino, yo estaba llorando, como una quinceañera imbécil.

Mientras Josué recogía los rollos, le conté lo del chico de billar y acepto emocionado. Le dije que lo esperaba afuera y salí apresurado para que no me viera los ojos rojos, mientras me secaba los cachetes a manotazos.

Eso es lo que yo quiero, me dije a mi mismo, mientras respiraba profundo bajando los escalones con parsimonia: Quiero enamorarme, quiero ver el mar, quiero tener un barco, quiero vivir una vida de película, lejos de mi mujer, lejos del taller de mi suegro, lejos de mi suegro y de sus cajas de repuestos. Y empecé a reírme descontroladamente como un loco, hasta que salió mi hermano y se quedo mirándome muy serio: 

-          Se le corrió la teja, hermano?

-          Pues yo si creo, le contesté. Pero también creo que ya era hora.

-          Sacó billete? Porque le voy a dar una zurra que le va a costar un par de sueldos. Le dije mientras empezaba a caminar hacia el billar.

-          Eso está por verse, señor. Me contesto con su seriedad habitual. Y Efraín?

-          Ya debe estar allá, así que apúrese antes de que se nos arrepienta.

Y ese día como muchos otros, nos olvidamos de nuestras vidas de adultos mientras nos reíamos como si fuéramos otra vez los mocosos que se trepaban a los cerezos y correteaban por el solar como animalitos silvestres. Cuando terminamos de jugar, nos sentamos en una mesa mientras nos tomábamos unas cervezas y ahí mismo les conté lo de mi filosofo de cabecera, su teoría de la felicidad y mis planes de salir corriendo a encontrarme con lo que supuestamente me permitiría utilizar las herramientas tan amorosamente regaladas por el creador. Los dos me miraban con cara de asombro, sin poder contener una sonrisita socarrona, como si les estuviera hablando de mi próximo viaje a la luna.

  

                                                                             IV

 

De mi cuaderno rayado de cien hojas

Nunca fui un buen deportista. Sin embargo, siempre me gustaron todos los deportes, en especial el futbol. Futbol jugué todos los días de mi infancia y no fui del todo malo. Aun recuerdo algunos goles, algunos pases perfectos y una que otra atajada espectacular cuando jugaba de portero. Lo malo es que cuando se trataba de jugar en el colegio o en el equipo del barrio, no lograba ni siquiera tocar el balón o hacer un pase medianamente bueno. Peor si mi papa estaba presente. En ese caso, no solo no hacia pases, sino que además hacia autogoles, me caía solo, me tropezaba con mis propios pies o me estrellaba con mis compañeros de equipo.

 Jugábamos en unas canchas que en realidad eran, o bien unos peladeros infames en el verano, en los que el que se caía se levantaba cojeando y lleno de peladuras, o en unos verdaderos pantanales en el invierno, en los que quedábamos todos negros de mugre hasta el punto que era imposible distinguir a los jugadores de un equipo de los del otro. Los uniformes, los balones y lo que cobraban los árbitros, lo pagaban los comerciantes de la calle 11, por lo que los equipos generalmente se llamaban con el nombre de su patrocinador: Radiadores América, Panadería Palermo, Lechería la mejor, papelería Roma, Carbón santa rosita, Taxi mío, etc. Mis compañeros de colegio y yo jugábamos con Flores de la Sabana, que aunque nunca había ganado un campeonato, siempre quedaba entre los finalistas. El papa de Avendaño trabajaba en los viveros de flores América y se encargaba de coordinar el patrocinio, comprar los uniformes e inscribirnos al campeonato. Esa tarea le daba un lugar a su hijo en el equipo aunque en realidad era bastante malo. Además su manía de andar por la vida tirándose pedos lo había dejado con muy pocos amigos y a la hora de escogerlo para algún partido, casi siempre se quedaba de último. Los cientos de pedos que se tiraba a diario lo habían dejado con su olor impregnado y muchas veces era difícil saber si se acababa de tirar un pedo silencioso o si era tan solo el olor que ya impregnaba su ropa y su apestosa humanidad. Cuando estaba nervioso, excitado, inquieto, curioso, tímido, bravo, asustado o impaciente, resolvía invariablemente su estado de ánimo con una sucesión casi infinita de pedos de diferente duración, tono y volumen pero con el mismo olor característico. Nadie sabía con exactitud qué parte de su dieta diaria le ocasionaba semejantes flatulencias, puesto que casi todos comíamos a diario más o menos lo mismo. Papas, arroz, plátano, jugo de guayaba y una minúscula porción de carne. De postre bocadillo veleño o dulce de brevas que abundaban en el pueblo y se comían maduras, verdes, crudas o cocinadas.

Los partidos de futbol era el pasatiempo del fin de semana. Se jugaban los sábados y domingos y congregaban a un buen número de curiosos. Mi papa y mis hermanos no se perdían mis partidos por nada del mundo. Incluso en los días lluviosos aparecían en la cancha envueltos en bolsas plásticas y apretándose los tres debajo de un destartalado paraguas. Mis hermanos no ponían atención al partido, pero no le quitaban los ojos de encima al carrito de las paletas que pasaba timbrando alrededor de la cacha, hasta que mi papa lo llamaba con un silbido y les compraba su paleta. De ahí en adelante se sentaban uno frente al otro a comerse su paleta muy despacio para que durara, mirándola fijamente por todos lados para evitar que se derritiera y una sola gota de su preciado líquido se desperdiciara en la ropa o en el pasto. Cuando terminaban lamian el palo hasta que le sacaban astillas y esperaban pacientemente a que mi papa terminara de ver el partido, para ir a la plaza de mercado a comer salpicón.

 Mi Papa me felicitaba al final del partido como si hubiera sido la final del campeonato mundial y yo el que había marcado el gol decisivo. Pero al final me daba tres o cuatro consejos que me dejaban ver lo que en realidad pensaba:

-          Estuvo muy bien mijito, pero tiene que patear más duro el balón, metérsele sin miedo al cabecear en los tiros de esquina o levantar la cabeza cuando lleva la bola. Para que vea pa’dónde va, mijo. Me decía con cara seria.

Después de los partidos íbamos a la plaza y nos invitaba a comer salpicón o ensalada de frutas. Volvíamos a la casa y cuando mi Mama preguntaba siempre le decía:

-          Se jugó un partidazo, mijita. Lo hubiera visto. Perdieron, pero por culpa del portero que no agarra ni a la novia en cine.

-          Y a mi chinito, no le dieron mucha leña? Preguntaba mi mama mientras me revisaba por delante y por detrás agarrándome de la mano. Esos que juegan en los otros equipos son unos guaches completos. Tiene que tener cuidado mijito, no? Porque de pronto algún día le quiebran una pata.

El domingo terminaba con un buen sancocho, un ajiaco o una buena olla de frijoles que despachábamos enterita entre los cinco. Después mi papa se iba a dormir la siesta y nosotros nos quedábamos jugando en el solar hasta bien tarde, cuando mi mama nos llamaba para que nos laváramos los dientes y nos fuéramos a dormir.

No éramos ricos. Mi papá trabajaba mucho y mi mamá estaba todo el día tratando de hacer nuestra casa más vivible puesto que las comodidades no eran muchas pero las dificultades, un montón. Sin embargo, nunca nos acostamos sin comer, como muchos de mis amigos, y en nuestra mesa siempre hubo alimentos para desayuno, almuerzo y comida, todos los días de mi vida. Nuestra ropa siempre estaba limpia aunque solo estrenábamos algo en navidad y nunca nos faltaron libros, cuadernos o útiles para el colegio.

Mi mama nos acostaba muy temprano, porque según ella el sueño era lo que hacia crecer a los niños. Nos metíamos entre las cobijas muertos de frio y desde la cama le gritábamos a mi Mama hasta la otra pieza: “ Podemos conversar?”  A lo que ella contestaba siempre: “ Si, pero sin bajarse de la cama” Y ahí nos quedábamos los tres mirándonos sin saber de que conversar, hasta que el sueño nos vencía y en completo silencio nos quedábamos profundos.

Mi Papa y mi Mama siempre se quisieron mucho y todavía hoy se quieren un montón. Nunca los oí pelear ni tratarse mal, ni nada parecido. A veces era evidente que las cosas no andaban bien entre ellos por la forma en que se hablaban, pero casi nunca duraban más de un día o a lo sumo dos. A nosotros nos trataron con cariño y aunque muchas veces nos tuvieron que castigar o incluso darnos una buena “pela” siempre entendimos cual era nuestro lugar y supimos que ellos dos harían lo que fuera para protegernos. Todavía hoy, a pesar de estar casado y con hijos, y de tener una vida independiente, muy dentro de mi siento su presencia acompañando mis pasos y eso me produce una cálida sensación de bienestar.