SEÑALES

 

 

LIBROS EN RED - DICIEMBRE 2007

 

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

De vez en cuando hay que hacer una pausa

y contemplarse a sí mismo

sin la fruición cotidiana.

Examinar el pasado

rubro por rubro

etapa por etapa

baldosa por baldosa

y no llorarse las mentiras

sino cantarse las verdades.

 

(Mario Benedetti)


 

                                                                                I

 

Me llamo Alfonso Rojas, pero casi todo el mundo me conoce como Poncho. Así me llaman desde chiquito en mi casa y fue igual en el colegio y en la universidad cuando estudié los dos semestres de Ingeniería en la Nacional. O la Nacho, como la llamábamos todos. Eso fue hasta cuando empezaron las pedreas, los desórdenes y las quemas de carros y buses, y decidieron cerrarla por un semestre. Que se volvieron dos, que se volvieron más, que me tocó ponerme a trabajar, que me dio pereza volver, que me quedé sin carrera, que en resumidas cuentas me jodí porque “con un título ahora… otro gallo cantaría”, como dice mi papá cuando me refriega que haya dejado la universidad. A lo mejor hasta razón tiene, pero “así fue como se nos dieron las cosas”, como dice el Pibe, y como ya era tarde y mis amigos se graduaban y comenzaban a trabajar y yo en las mismas, vendiendo carros primero, seguros después, celulares más tarde, todo sin mucho éxito, fue que resolví venirme para acá. Viejos… me voy para Estados Unidos les solté un domingo a la hora del desayuno mientras me aplicaba un tamal con chocolate y pan francés. Ante la cara de asombro de los unos y la de envidia de los otros, me inventé lo mejor que pude una historia fácil de vender que les pintaba trabajos por montones a 10 dólares la hora, clases de inglés gratis a la vuelta de la esquina, buen chance de estudiar una carrera en la universidad, para regresar al país como un profesional exitoso, con billete a la lata, a ocupar mínimo una vicepresidencia en cualquier empresa multinacional que se pelearía por contratarme con otras tres a punta de bonos, beneficios y salarios llenos de ceros. La Yadi podía irse conmigo, aunque sería más seguro ir yo primero y llevarla cuando ya estuviera instalado. Todo bien, todo bien… otra vez como el Pibe. Y así fue como meses más tarde, con lágrimas en los ojos los unos y sonrisitas de envidia los otros, me despidieron en El Dorado para iniciar mi asombrosa carrera hacia el éxito y la prosperidad.

Y aquí me tienen. Sentado en esta banca con las nalgas al rojo vivo. ¿A quién se le ocurre hacer las bancas de hierro para ponerlas al rayo del sol? Muerto de hambre, con mis últimos 50 dólares en el bolsillo, esperanzado con un golpe de suerte que me saque de esta ruina y me ponga de una vez en la ruta del éxito y del aplauso. Lo que más me preocupa es que ya hasta la fe estoy perdiendo y veo cada vez más remota la posibilidad de que algo cambie en esta rutina de privaciones y hambre. Además, últimamente me asalta sin ningún aviso una tristeza enorme que todo lo oscurece con su sombra y me sume en la más honda depresión. Es en esos momentos cuando me siento el ser más solo, abandonado, perdido y miserable de este mundo. Empiezo a mirar a la gente que pasa con indiferencia por mi lado, como si no viera este bulto de lágrimas a punto de reventar, y busco una mirada compasiva, una cara amiga, alguien que me permita saber de una vez por todas que no soy invisible, que no soy un muerto en vida, que formo parte de esta ciudad, de esta gente, de este país. Que ocupo un lugar en el espacio. Pero como siempre ocurre, entre más consumido en el fondo espeso de esta olla, más indiferente se comporta el mundo entero, que parece no verme aquí sentado como un niño perdido a punto de deshacerse en llanto.

Respire profundo, Ponchito. Respire profundo me digo a mí mismo. Fresco que en cualquier momento se le endereza la vaina y se desenreda la madeja. Y me embuto de un solo tirón todas las frases de cajón que los colombianos somos expertos en inventar para estos casos: bueno, papá, póngale verraquera a la vaina, no se me agüeve, eche pa’ lante, que pa’ trás ni pa’ coger impulso. Y déle que déle al mismo cuento hasta que me sabe a mierda la cantaleta y el cuento ese de la malicia indígena y lo de buenas que somos, y que no nos varamos. Y entonces cambio de cancha y me arranca una rabia feroz que me deja maldiciendo a diestra y siniestra, madreando en voz baja a quien sea que se me atraviese en el camino. Me despacho enterito contra los gringos petulantes y abusadores, contra los cubanos por rosqueros y ordinarios, contra los demás latinos por tramposos y embusteros, y contra los demás colombianos por habladores de mierda y egoístas. Aquí a diez pasos está el semáforo de la 27 y a cada rato los carros paran a esperar la luz verde. Y los veo ahí: hablando solos algunos, mirándose en el espejo otros, o cantando en voz alta. Pero la mayoría, hablando por ese maldito celular. Qué cosa tan jodida con esta gente: no lo sueltan ni para ir al baño. Qué vicio tan patético y tan pendejo. Espero no verme en ésas cuando al fin pueda comprarme el mío. Que va a ser un Nokia con camarita y todo, de esos que timbran con música para poner a Shakira o a Juanes y que voy a llevar en la mano casi siempre para que vean que no soy ningún güevón y que billete sí tengo para comprarme el celular que me dé la gana.

Miro el reloj y son las 11. Ya casi se acaba la mañana y no se me ha ocurrido qué hacer con esta vida. Como ayer. Y como antier. Y como será mañana. Mejor me voy caminando para la pieza a buscar algo de comer y a darme una ducha. El calor aprieta y prefiero estar cerca del teléfono, por si acaso. De pronto, timbra y me regala el anuncio de mejores días, de una luz en esta oscuridad, o me dibuja una puerta de salida de esta situación. Para bien o para mal, pero al fin una salida. Aunque viéndolo bien, la posibilidad de una llamada es tan remota como lo fue ayer y como seguramente lo será mañana.


 

II

 

El error fue creer que hablaba inglés y que, con la pinta y el idioma, todas las puertas se me abrirían de par en par. Después de dos años estudiando en el Colombo y de haber comprado a plazos un curso de inglés interactivo que prometía hacerme bilingüe en treinta días, y después de hacer todos los ejercicios sin mirar las respuestas al final, estaba convencido de que podía sin mucho esfuerzo hablar y entender el inglés. Sólo me falta práctica le dije a mi familia. Eso en un mes estoy como un caucho, hablando a diestra y siniestra. Ojalá no se me pegue el acento gringo y no se me empiece a olvidar el castellano, como le pasa a mucha gente. Ay sí, m’ hijito, ojalá no me animaba mi mamá. Por eso es que tiene que estar llamando a cada rato, para que practique bien el español.

O sea que ya estaba listo. Con unos dólares en el bolsillo no muchos, claro, pues como empezaba a trabajar de una, no iba a necesitar demasiado, bien peluqueadito, estrenando zapatos de gamuza y pantalón de pana. Porque eso sí, hay que andar bien vestido aunque los zapatos y el pantalón sean comprados en el Restrepo, que por allá nadie va a saber en dónde queda. Maleta y maletín de mano con calculadora, esfero Parker, lápiz y block tamaño carta sin rayas, nuevecito. Unas cuantas hojas de vida de formas Minerva con foto a color, y listo. A cumplir mi cita con el destino que de seguro me deparaba éxitos a granel.

Al salir por El Dorado, todo rodaba como sobre rieles. ¿Quién iba a desconfiar de semejante muchachote, tan pinchao y todo, con su pasaje a Miami en la mano, con maletín de ejecutivo Samsonite de cuero negro, que le sonreía a todo el mundo como novio en matrimonio? Ya en el avión, sentado en ventanilla y tratando de poner la cara de fastidio típica del ejecutivo que viaja mucho, simulando leer el periódico, fui chequeando uno por uno a todos los demás pasajeros a medida que cruzaban la puerta de entrada. No. Definitivamente lo mío no estaba nada mal. Como vamos, vamos bien me dije a mí mismo. Lo que no pude nunca entender fue por qué la azafata insistía en hablarme en español a pesar de que en mi mejor inglés le respondía a sus preguntas y escogía el menú del almuerzo. ¿Será que esta india no habla inglés? Es el colmo, no joda. Todos los vuelos internacionales deberían tener azafatas bilingües. ¿Qué tal que yo no hablara sino inglés? ¡¡¡Pailas!!!

Mi vecina de asiento era una señora de edad con pinta de buena gente. Se le notaba que había hecho este mismo viajecito varias veces, porque desde que se sentó metió la cabeza en una revista y de ahí no la despegó. BuenHogar era la revista. Lo sé porque a veces la llevaba alguien a mi casa y yo la ojeaba para ver las fotos. De todas maneras, no me paró bolas en las tres horas que duramos volando. Junto a ella, un flaco pálido y largo, con las patas estiradas debajo de la silla de enfrente, empeñado en mirar por mi ventana o la del otro lado, estirando el cuello como un pisco en ambas direcciones. Se le veía nervioso e inquieto. Debe ser que no ha volado nunca pensé. Menos mal que yo sí. Yo fui hasta Coveñas en un avión de la fuerza aérea, papá. Así que para estos trotes soy un experto. Nada de nervios.

Y después de tres horas de vuelo, finalmente llegué a la ciudad de Miami. Luego de felicitarme mentalmente por la travesía, arranco a caminar detrás de todos los que se aglomeraron en la puerta de salida del avión. La cola en Inmigración es larga, pero a mí paciencia me sobra, así que me acomodo en la primera que puedo para ir mirando a ver cómo es la vaina. Después de esperar como treinta minutos, llega mi turno. Ahora que lo pienso con cabeza fría, ésa fue la primera señal que me mandó el sistema y si yo no hubiera sido tan ciego y tan sordo, la hubiera leído claritico. Entonces me hubiera dado un paseíto de una semana y media vuelta mar. A mi casita otra vez. A buscar puesto con calmita y a vivir en el hotel Mama que no sólo es regalado sino que incluye lavada y planchada, tres golpes diarios, galguerías ilimitadas, servicios, TV con cable y demás. Pero fue una de esas señales que se ven cuando ya es tarde, cuando ya no hay caso, cuando ya para nada sirven. Y, además, como venía convencido de que era un iluminado…

El tipo me soltó una andanada en inglés de la que no le entendí ni una sola palabra. Le iba a pedir muy elegantemente que me repitiera la pregunta, usando las frases “a memorizar” de mi curso interactivo de inglés, que todavía no había terminado de pagar, y lo único que me salió fue un lacónico “plis, ser, can yu ripit egen?”. El negro bramó otro sartal de palabras ya medio enverracado y, por más esfuerzo que hice, no le entendí ni una sola. Me rapó el pasaporte de un tirón y se lo pasó al de la ventanilla de al lado, después de mirarme durante quince segundos que a mí me parecieron quince días, con una mirada entre irónica y divertida. Una de esas que dicen a las claras: “¡¡Este pobre indio zarrapastroso, sacado de lo más profundo del costal, no habla inglés!!”. Acto seguido, mandó llamar al que me precedía en la cola: “Nes!!”. O algo así exclamó. Esa palabra no la sabía, ¡y la madre que no estaba en el diccionario de mi curso interactivo! El de la otra ventanilla resultó ser cubano y de una arrancó hablándome en español. O bueno, en cubano, que no es lo mismo. Yo insistí en el inglés, para no darme por vencido y demostrarles a esos desgraciados que inglés sí hablaba. Pero el tipo, con cara de fastidio, volvió al español:

―¿A qué viene y cuánto tiempo se va a quedar, señor?

―Vine a pasear y me voy a quedar un mes ―dije en castellano macizo, con rabia en la voz pero con mi dignidad intacta.

―¿Y sí tiene suficiente dinero para un mes? ―me preguntó con una sonrisita burlona que me pareció más ofensiva que la del negro del otro lado.

―Claro que sí, caballero ―le contesté muy despacio―. Pero si no, para eso tengo mi Visa-Bancolombia con un cupo de 5 millones. ―Y lo miré como quien mira un bicho al que le da lástima espichar con la suela de su zapato de gamuza nuevo.

Se rió sin muchas ganas.

―Pues que disfrute su estadía. ―Y me pasó mi pasaporte sellado, con permiso de entrada por seis meses.

Salí de ahí caminando muy erguido pero con unas ganas las machas de arriarles la madre al negro y al balsero, pero no hacía falta, pues ya estaba del otro lado del mostrador. En mi otra vida. La del éxito y la prosperidad. Que apenas alcanzaba a ver a lo lejos por la puerta de salida, pero que se me hizo brillante y hermosa. Como cuando de niño llegaba a la ciudad de hierro del Parque Nacional. Era cuestión de recoger la maleta y buscar a Cifuentes, que según habíamos convenido me estaría esperando a la salida para alojarme en su casa por unas semanas, mientras yo empezaba a trabajar y a ganar billete para arrendar un apartamento en la playa. Pero Cifuentes nunca apareció. Y ésa fue la segunda señal.